Comentario
A lo largo del siglo XVIII las relaciones entre ciencia y técnica fueron escasas, lo cual nos explicaría porqué ésta sólo obtuvo limitados beneficios de los progresos ocurridos en la primera. Sin embargo, las artes prácticas por sí mismas despiertan el interés de los hombres y sabios de la época, merecen sus atenciones y suscitan sus experimentos. En este sentido, los comportamientos de Inglaterra y Francia difieren. Al otro lado del canal de La Mancha, desde finales del siglo XVII la Royal Society se desentiende de esta esfera del conocimiento que pasa a estar bajo los auspicios de la Real Sociedad de Artes a partir de 1754. Ya antes, su secretario Harris (1667-1719) había publicado en dos volúmenes un Lexicon technicum (1704-1710) y Chambers (+ 1740), con idéntico formato, una Cyclopedia (1728), diccionario universal del arte y las ciencias. Durante la segunda mitad de la centuria la sociedad mejoró la organización de este tipo de estudios y fomentó la invención, dotándose a partir de 1783 de una publicación propia. En el Continente, la Academia de Ciencias de París acogió con agrado y abordó la propuesta de Colbert de recopilar una serie de descripciones sobre artes prácticas. El proyecto tardaría casi un siglo en hacerse, apareciendo editado entre 1761 y 1788 en ochenta y tres volúmenes profusamente ilustrados. Para entonces había visto ya la luz La Enciclopedia, cuya segunda parte del título reza: Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios, y que tiene entre sus intenciones, según las palabras del propio Diderot, el conseguir aproximar al científico al taller del artesano. Aunque si logró o no tal objetivo resulta dudoso de afirmar, sí contribuyó a unir, o por lo menos acercar, la ciencia a la industria. Además en Francia, cuya historia científica tiene en estos años momentos de supremacía, la divulgación de este tipo de saberes va a ser mayor gracias a las conferencias y actos públicos de los profesores y sabios, al desarrollo numérico y variedad de las publicaciones que aparecen, a la creación, en fin, de cargos científicos, sobre todo en las industrias químicas o derivadas, como podían ser las de tintes, porcelanas de Sévres o pólvora. En el caso de ésta, el propio Lavoisier fue nombrado uno de los cuatro administradores de la nueva fábrica, donde su labor condujo a una reorganización del suministro y sus experimentos a una mejora del alcance, calidad y cantidad de la pólvora producida.
Gran parte de los obstáculos que existen para traspasar los hallazgos de la ciencia a la técnica nacen de las limitaciones que el medio ofrece. Aún las investigaciones realizadas con fines prácticos, sobre todo en el campo de la química, y los procesos técnicamente desarrollados resultaban, no pocas veces, difíciles de experimentar al no poderse distinguir con precisión entre lo accidental y lo importante. Así, la fabricación de cerveza a gran escala a fines de siglo siguió haciéndose por los medios tradicionales pues el desconocimiento de los procesos bioquímicos introducía graves riesgos de pérdidas en otros métodos productivos intentados. Algo similar sucede con los tintes, donde la incertidumbre sobre el comportamiento de los principios activos lleva a que se sigan realizando con productos vegetales y hasta atendiendo a fórmulas locales poco mejorables.
No obstante lo que hemos dicho hasta ahora, resultaría imposible negar que hubo también casos de aplicación de los descubrimientos científicos a la práctica, entre los que el más espectacular de todos sería, sin duda, la máquina de vapor de Watt. Sus repercusiones fueron tales que su invención podemos considerarla la llave que abre la puerta de una nueva era.
El siglo XVIII es considerado por McKie la gran era de los inventos mecánicos. En efecto, obsesionados por el aumento de la producción a fin de hacerla suficiente para garantizar el abastecimiento de la población y generar una creciente riqueza, los ilustrados van a encontrar en la máquina el instrumento adecuado a sus objetivos y el aliado imprescindible para la revolución industrial que se ponía en marcha. Pero va a ser algo más, sus espectaculares resultados la convierten en algo así como un talismán que se intenta llevar a otros campos -agricultura, locomoción- con la esperanza de transformarlos igualmente.
En realidad, como en tantos otros terrenos, los hombres de la centuria no hacen sino recoger conocimientos tradicionales para extraerles sus últimas consecuencias o reorientarlos. Las primeras alusiones a la utilización mecánica de la fuerza del vapor datan de finales del Seiscientos y corresponden al físico francés Papin (1647-1714), que perfeccionó la máquina neumática al añadirle un segundo cilindro. En 1687 ya lanzó la primera teoría de una máquina que funcionaba por el juego alternativo de un pistón; veinte años después, 1707, la describía con detalle en su Ars nova ad aqua ignis... y la aplicaba para mover un barco con el que confiaba llegar hasta Inglaterra. Los bateleros de Minden (Hannover), en un acto premonitorio, lo destruyeron temerosos de que su competencia les arruinara. Para esa fecha, sin embargo, Savery (1650-1715) y Newcomen (1663-1729) habían realizado ya las primeras aplicaciones del vapor como fuerza motriz para uso industrial y lo hicieron en una actividad distinta de la que luego le daría fama: la mina, donde solucionar el problema del achicamiento de agua era una cuestión de estricta supervivencia. En 1705 su asociación trajo como resultado la construcción de la primera máquina de vapor, cuyas posibilidades eran aún limitadas. Hubo que esperar a la segunda mitad de siglo y a la figura de James Watt (1736-1819) para que éstas se desarrollasen plenamente.
Watt, ingeniero y mecánico, fabricaba instrumentos para la universidad de Glasgow. Conocedor del descubrimiento por Black del principio del calor latente, la reparación que le mandan de un modelo a escala de la máquina atmosférica de Newcomen le hace pensar en la posibilidad de perfeccionarla aplicando aquél. Ideó que la condensación del vapor se realizara en un vaso especial, condensador, distinto del cilindro y con el que comunicaba por un tubo. Además, para evitar que el cilindro perdiera su reserva de calor después de bajar el pistón, lo cerró por los dos lados, dejando sólo la abertura necesaria para que pasase el vástago del émbolo. En 1769 patentó su invento y ocho años después, asociado con Mathew Boulton (1728-1809), de Birmingham, empezaron a construir motores, primero de simple efecto y, más tarde, de doble efecto. En éstos, la propia máquina accionaba un mecanismo por el que el vapor se distribuía a ambos lados del émbolo e impelía hacia el condensador el ya utilizado. El perfeccionamiento que esto suponía fue completado cuando la unión de Watt con Murdorch (1754-1839) se plasmó en la invención del llamado engranaje sol y planeta, patentado en 1781, por el que el movimiento alternativo se convertía en rotativo. En 1787 se introdujo el regulador científico y para el año siguiente puede decirse que la máquina de vapor estaba estandarizada y se empezaba a utilizar en todo el mundo. En total, hasta 1800 la sociedad Watt y Boulton construyó 500 de ellas.
Sobre la base de la invención del escocés se fueron haciendo adaptaciones o recreaciones aplicadas ya a ámbitos concretos. Uno de los pioneros en acogerlas y donde su aplicación resultó más revolucionaria de manera inmediata fue la industria, sobre todo la textil. En ella se suceden las innovaciones mecánicas entre las iras de los trabajadores que reaccionan violentamente frente a la supresión de mano de obra que temen se va a producir.
Hargreaves, cuya casa y maquinaria fueron atacados, ideó en 1765 la spinning- jenny, máquina de hilar con la que un solo operario podía mover inicialmente ocho husos y, después de perfeccionarla, hasta 80. Sir Richard Arkwright (1732-1792) inventó una máquina movida por agua que al hacer hilos finos y firmes permitía tejer el algodón sin que aparecieran rizos. Compton (1753-1827) combinó las experiencias anteriores en su mule-jenny (1774), que además producía un hilo de algodón igual al de la India. Por último, Cartwright (1743-1823) consigue sincronizar los cuatro movimientos del telar manual y moverlo por vapor.
Otro terreno al que la nueva fuerza energética se aplicó de inmediato fue el de la locomoción, aunque, todavía, con efectos más experimentales que prácticos. El francés Cugnot diseñó en 1763 un coche; Murdorch, en 1784, realizó un modelo de locomotora, y Ficht, en América, varios barcos.
Con ser el vapor el avance más señalado y la industria el sector más beneficiado, no se agotan ahí las invenciones del período que estudiamos. En la agricultura, por ejemplo, Meikle (1719-1811) ideó una máquina trilladora (1786) que él mismo perfeccionó después haciéndola capaz de aventar la paja y de separar el grano de la semilla de malas hierbas mediante un cedazo. La producción de hierro en lingotes se duplicó a partir de 1788 por la aplicación del nuevo método de pudelación que idease Cort (1740-1800) cuatro años antes. Ello permitió sustituir las vigas de madera por las de hierro e iniciar la utilización de este material para la construcción de puentes (1779) y barcos (1787). También se mejoraron los sistemas de iluminación. Argand perfeccionó la lámpara de aceite colocando una mecha tubular y una chimenea de vidrio que al aumentar el suministro de aire hacía mayor la cantidad de luz al tiempo que disminuía la de humo. Para finales de la centuria, 1792, Murdorch ideó un aparato lumínico que colocó en su casa y que funcionaba con gas de hulla.
No contentos con conocer y poder actuar sobre cuanto les rodea, los hombres del Setecientos quisieron explorar también el aire. El sueño de volar, presente en dioses y humanos desde la más remota antigüedad, iba a hacerse posible gracias al empeño de unos y a los descubrimientos científicos de otros.
Quienes primero consiguieron elevar grandes globos de papel con aire caliente en su interior fueron los hermanos Montgolfier en junio de 1783, alcanzando los 6.000 pies. Antes de que acabase el año se habían producido las dos primeras ascensiones humanas: primero la de Rozier (1757-1785), quien viajó con el marqués D`Arlandes durante veinticinco minutos en un globo Montgolfier y aterrizaron a seis millas del punto de partida; después, la de Charles (1746-1823), realizada en globo de hidrógeno. Los experimentos de este tipo se multiplicaron al tiempo que se empieza a pensar en viajes más largos. En 1785 un médico americano, Jeffries, y un aeronauta, Blanchard, hicieron la travesía del canal de La Mancha entre Dover y Calais. El sueño ya no era imposible y los revolucionarios franceses supieron extraer las ventajas prácticas que suponía el invento empleándolo con éxito en funciones militares.
El desenvolvimiento de la ciencia, pues, durante el siglo XVIII ralentiza en un primer momento la intensidad con que se produjo en la centuria precedente para atender más a la divulgación de sus logros. Será una vez doblado el ecuador de su decurso y, especialmente, en sus décadas finales cuando se vuelva a recuperar la ideología y la celeridad del progreso científico, al mismo tiempo que la revolución industrial inicia una etapa de cooperación entre dos saberes que, pese a su complementariedad, han permanecido históricamente separados: el científico y el técnico. Ahora bien, más que los avances de uno y otro en sí mismos, importantes sin lugar a dudas, la aportación que realmente se puede considerar significativa y peculiar del período, lo que resultaría de verdad revolucionario fue el arraigo que se produjo de la idea de que el hombre podía entender mejor, controlar e influenciar la naturaleza que le rodea y de la que hasta ahora había dependido.